Humor



Febrero 2020.

Sobre chistes

Hay gente a la que le gusta oír chistes.

Existe otra a la que le encanta relatarlos.

Y un tercer grupo, que ni le agrada escucharlos ni que se los cuenten. En ese último bloque me incluyo.

Mis razones son diversas. Considero que, salvo raras excepciones, el chiste no me abre los ojos a una situación que me estaba oculta para ejercer un efecto concienciador a través de lo cómico. Por deformación profesional, encima, cuando apenas ha alcanzado la mitad ya he adivinado el desenlace; y por breve que sea, el tiempo que me requiere su audición es un tiempo perdido, un fragmento de mi vida dilapidado.

Mucho más allá del chiste a palo seco disfruto con el rasgo de ingenio que surge en una conversación inteligente, el chispazo que sorprende, la ocurrencia inesperada que deslumbra.

Esto que escribo lo he repetido de viva voz cientos de veces a mis interlocutores contadores de chistes. Inútilmente. Por más oposición que manifieste me los sueltan con absoluta crueldad.

— ¿Sabes el último chiste?

— No. Además, los chistes no me gustan en absoluto.

— No importa. Éste es muy bueno —Y me lo enjarretan por más desagrado que manifieste.

En la fauna de los contadores de chistes existen tipos de índole variada: el que se ríe antes de concluirlo, de tanta gracia que se hace a sí mismo; el que alarga innecesariamente la narración adornándola con todo lujo de detalles para brindarnos una actuación propia de un casting; el que lo aprovecha para imitar acentos (de mejicano, de andaluz, de paleto, de afeminado) demostrándonos su versatilidad artística; el que toma como pie cualquier palabra para incrustarlo en la conversación (“Fuimos a Barcelona…”, “¡A propósito! ¿No sabes el del catalán que entra en la tienda…?”); el que en medio de una conversación seria te tiende una trampa para lucirse (“Aznar es alcohólico…”, “¿Sí?”, “Claro: siempre anda con la Botella…”). Y ahorro citar al que olvida el desenlace del cuento después del tiempo que ha hecho perder a su audiencia, el que se ve obligado a explicar la gracia y otros por el estilo que ya han sido criticados a lo largo de los tiempos.

Para mí el sujeto que se empeña en contarme un chiste es un ser despreciable. Lo desdeño porque sé que obra por impulsos exhibicionistas; lo desprecio porque va de gracioso y, carente de ingenio, utiliza la gracia prestada; y lo rechazo porque abusa de mi cortesía, obligándome a unas risitas de compromiso cuando termina su narración, sin poder expresarle mis deseos de que se lo trague la tierra, ya que los buenos modales me lo impiden.

Admito que hay contadores de chistes muy graciosos. Reconozco que en el transcurso de una velada, una sesión de chistes entre los participantes puede alegrar la cosa; y que hasta en la oficina, el relato de un chiste sirva para aligerar el ambiente.

Pero a mí no me gustan. Y me creo en el derecho de exigir que no me hostiguen con ellos.

¿Creen que estoy en mi derecho?

PGARCÍA


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