La Regla de Oro

En ciertos momentos de lucidez nos damos cuenta de la incoherencia en la que solemos vivir, ya que casi permanentemente realizamos acciones con las que no estamos de acuerdo o que sentimos deberíamos evitar porque nos desgastan y llevan a una suerte de vida gris que nos desalienta a cada paso. En otras ocasiones sentimos desazón, incomodidad o hasta vergüenza por la forma en que hemos tratado a otros. Pero la realidad es que no sabemos muy bien cómo hacer para tratarnos mejor a nosotros mismos y a la gente que nos rodea.

En estas ocasiones tener en cuenta la Regla de Oro nos aclarará bastante el camino a seguir. Este principio moral nos dice: “Trata a los demás como quieres que te traten”. El entendimiento cabal de este principio parte de la comprensión de la estructura de la vida humana en su totalidad. Esta comprensión es diferente a la habitual. Pero revisemos los términos: en esa relación de conducta hay dos, el trato que uno demanda de los demás y el trato que uno está dispuesto a dar a los demás.

La aspiración común se dirige a recibir un trato sin violencia y a poder reclamar ayuda para mejorar la propia existencia. Esto es válido aun entre los más grandes violentos y explotadores que reclaman colaboración de otros para el sostenimiento de un orden social injusto. El trato requerido es independiente del que se está dispuesto a dar a los demás.

Pero cuando se trata a otros se suele tratar utilitariamente como se hace con diversos objetos, con las plantas y con los animales. No hablamos del extremo del trato cruel porque, después de todo, no se destruye a los objetos que se desea utilizar. En todo caso, se tiende a cuidar de ellos siempre que su conservación gratifique o rinda alguna utilidad presente o futura. Sin embargo, hay algunos “otros” un tanto perturbadores: son los llamados “seres queridos”, en los que su sufrimiento y su alegría nos produce fuertes conmociones. En ellos se reconoce algo de uno y se los tiende a tratar de un modo más cercano al que se quisiera ser tratado. Hay pues un salto entre los seres queridos y aquellos otros en los que uno no se reconoce.

Con referencia a los “seres queridos”, se tiende a darles un trato de ayuda y cooperación. También sucede con aquellas personas extrañas en la que se reconoce algo de uno, porque la situación en que el otro se encuentra hace recordar la propia situación, o porque se calcula una situación futura en la que el otro se podría convertir en factor de ayuda para uno. En todos estos casos se trata de situaciones puntuales que no igualan a todos los “seres queridos” y que no se extienden a todos los extraños.

Aunque si nos fijamos bien, uno desea recibir ayuda, ¿pero por qué habría de darla a otros? Palabras como “solidaridad” o “justicia” no son suficientes; se dicen con un trasfondo de falsedad, se dicen sin convicción. Son palabras “tácticas” que se suelen utilizar para promover la colaboración de otros, pero sin darla a otros.

¿Qué habrán sentido en los distintos pueblos y momentos históricos todos aquellos que hicieron de la Regla de Oro el principio moral por excelencia? Esta fórmula simple, de la que puede derivarse una moral completa, brota de la profundidad humana sencilla y sincera.

La Regla de Oro no impone una conducta, ofrece un ideal y un modelo a seguir al par que nos permite avanzar en el conocimiento de nuestra propia vida. Tampoco la Regla de Oro puede convertirse en un nuevo instrumento de la moralina hipócrita, útil para medir el comportamiento de los otros. Cuando una tabla “moral” sirve para controlar en lugar de ayudar, para oprimir en lugar de liberar, debe ser rota. Más allá de toda tabla moral, más allá de los valores de “bien” y “mal” se alza el ser humano y su destino, siempre inacabado y siempre creciente.


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