No cambiemos tanto

Llevamos ya unos cuantos meses con este nuevo e incómodo compañero de viaje (en la singladura que es, en definitiva, la vida) llamado SARS-CoV-2, “coronavirus” para los amigos, si es que los tiene el muy desgraciao, que lo dudo. Tuvimos las primeras noticias de él en el último tramo del año pasado, vimos cómo se iba acercando en los dos primeros meses de éste, en marzo cayó encima de nosotros con todo su peso, para mayo-junio pensamos que nos íbamos librando de él por un tiempo, pero ya tenemos claro que esto no va a ser tan fácil y lo que sí va a ser es largo. Nada sorprendente, por otro lado: toda pandemia que se precie de serlo dura al menos dos o tres años y ofrece a la posteridad unos cuantos rebrotes antes de controlarse definitivamente (o no).

Pero aunque ya haya transcurrido más de medio año del inicio de lo más crudo en nuestro país, cuando nos dimos cuenta de que esto no era “como una gripe cualquiera”, de que se extendía como la pólvora encendida y de que cogido de la mano de los propios efectos de la enfermedad (tampoco olvidemos que la mayoría de los casos son leves, afortunadamente) venía uno todavía más peligroso, el de la saturación y desborde de los servicios sanitarios; aunque de todo eso haya pasado ya un tiempo, decía, y al menos la mayoría seamos bastante conscientes de la situación a la que nos enfrentamos, uno no puede evitar aún la incredulidad y el desánimo al darse cuenta de cómo ha cambiado todo en nuestras vidas; de cómo aunque en lo fundamental sigamos siendo los mismos, ya nada es igual y seguramente nosotros tampoco, y lo más probable es que no volvamos a serlo.

Todavía en febrero nadie (o casi nadie) llevaba ese odioso complemento ahora indispensable que es la mascarilla. Íbamos a donde queríamos sin problema, quedábamos con quien nos apetecía sin tener en cuenta si era joven o mayor, si eran cinco o cincuenta personas en la reunión. Paseabas despreocupado y veías la cara a la gente, que te sonreía amistosa, que no se apartaba de ti. Abrazabas a tus colegas, besabas sin miedo y sin límite a tus seres queridos, dabas la mano o dos besos a quien te presentaban o a los conocidos que encontrabas a lo largo del día, y no tenías que preocuparte de andar guardando todo el rato la dichosa “distancia social”. El que suscribe —insisto, en febrero— iba a todos los conciertos que podía, y en ellos bailaba, reía, cantaba sin miedo a propulsar partículas infectadas, se abrazaba con otros asistentes en pleno éxtasis musical, sudaba y no se preocupaba de nada más que de disfrutar de la música y el momento. Hace solo poco más de medio año, y parece que ha pasado una eternidad.

Y ése, amigos, es mi gran miedo, que hoy comparto con vosotros. Sé que los tiempos han cambiado, que hay que tener cuidado, que probablemente ya muchas cosas no van a volver a ser iguales aunque acabemos con el virus de forma definitiva, pues ya existe este precedente, sabemos que algo así puede ocurrir y tendremos que adaptar nuestra actividad, integrar nuevas costumbres (la de extremar la higiene me parece estupenda, por ejemplo; eso es algo que sin duda hemos ganado) para evitar que nos vuelva a sorprender algo parecido. Muy bien: aprendamos, cambiemos... Pero no tanto que nos volvamos ariscos, huraños, fríos, despegados, inhumanos... Ganemos esta pelea contra la enfermedad del coronavirus y luchemos también por mantener cuando haya pasado la pandemia todo lo que podamos de lo mucho de entrañable que había en la “vieja normalidad”: la sonrisa, el cariño, la diversión, la calidez... En definitiva, la alegría de vivir. Comprometámonos, mi buena gente, a hacer todo lo posible para que nada ni nadie nos quite eso, pase lo que pase. 


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