La electricidad, qué cara…



ROBERTO BLANCO TOMÁS. Febrero 2017.

Sin duda entre lo más comentado este mes ha estado la subida del precio de la electricidad. Algo lógico, pues afecta a nuestro bolsillo, y además en cuanto escarbamos un poquito nos encontramos con elementos de clara injusticia y morro por parte de los responsables, ya sean las compañías o los políticos que nos quieren hacer comulgar con ruedas de molino. Es por este motivo que el titulo del presente artículo ha de entenderse en su doble sentido: lo elevado del precio de este recurso básico y la cara tan dura que tienen unos y otros actores.

Porque lo que venimos viendo en la última década en torno a esta cuestión es tremendo: desde 2007, mientras que el precio medio de la electricidad ha subido en Europa un 18%, en nuestro país lo ha hecho un 52%. Una diferencia que, coincidirán conmigo, da bastante que pensar… Pero sigamos: el ministro de Energía, Turismo y Agenda Digital, Álvaro Nadal, explicaba la última subida por una conjunción de distintos factores: la falta de lluvia y de viento, necesaria para las centrales eólicas e hidroeléctricas; la subida del precio del petróleo, y por tanto del gas que utilizan las centrales de ciclo combinado; y la paralización de varias centrales nucleares francesas, de las que importamos energía cuando es necesario. Pues bien, lo primero que un servidor piensa cuando oye estas explicaciones es que vaya sistema eléctrico frágil tiene este país, tan sensible a la climatología, y también que para qué demonios sirve el Gobierno si no es capaz de regular convenientemente para conseguir una cierta estabilidad en un recurso de primera necesidad, especialmente en lo más crudo del invierno y cuando la “pobreza energética” es un concepto hoy de máxima actualidad, tristemente.

Pero es que además la sensación que a uno se le queda es que todo es “mentira podrida”, que nos engañan como a niños pequeños para que nos tomemos la sopa sin rechistar. Porque imagino que ustedes saben que en la tarifa eléctrica nuestro consumo —lo que se vería afectado por estos presuntos factores— supone solo un 35%, mientras que el 65% restante corresponde a impuestos y peajes. Vamos, que si nuestra factura es tan elevada, no tiene tanto que ver con lo que consumimos, sino con todos los impuestos y demás cargas que lleva. Y en ese capítulo cabe indignarse mucho más cuando observamos, por ejemplo, que el IVA que se le aplica es el 21%. Insisto: a un recurso de primerísima necesidad, del que depende por ejemplo calentarnos en invierno, alumbrarnos por la noche o que funcionen la mayoría de aparatos que tenemos en casa. Pues bien, parece que nuestro Gobierno todo eso lo considera un lujo, ¿qué les parece?

Y en cuanto a la parte del consumo, vean cómo funciona, que también es “divertido”: resulta que se hace a través de “subastas”, en las que se estima la electricidad que se va a consumir el día siguiente y se completa esa cantidad a través de las distintas fuentes. En primer lugar se introduce la procedente de las tecnologías más baratas (hidráulica y eólica), y si con ellas no se cubre tal cantidad, entran “en juego” las más caras (centrales de ciclo combinado). Claro, distintas fuentes implica distintos precios, pero no crean que se hace una media, qué va: el precio final lo fija la fuente más cara que se haya usado. Ahora pónganse en el lugar de una compañía eléctrica y piensen qué les beneficia más… Pero no se sorprendan: cuando se deja la regulación de algo en manos del mercado, el resultado suele beneficiar al comerciante, ¿o no?

En fin, la conclusión que saco es la de siempre: dejamos nuestra existencia en manos de otras personas, y éstas hacen con ella lo que les da la gana. Pero lo hacen porque les dejamos.

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