Una ola de ‘malhomía’



ROBERTO BLANCO TOMÁS. Mayo 2017.

De un tiempo a esta parte, los medios vienen haciendo sonar la alarma ante una presunta “vuelta” de la extrema derecha en Europa, como si ésta alguna vez se hubiera ido. Y debo decir que me parece estupendo que por una vez fijen su atención en asuntos que realmente la requieren y colaboren a vacunar de alguna forma a nuestra adormecida sociedad ante este virus, que siempre está en el ambiente y que cuando encuentra su oportunidad extiende su infección de odio, egoísmo e intolerancia.

Centrémonos en Europa occidental, la realidad más extrapolable por cercanía y similitud a nuestro país. En este marco geográfico, parece que al final la anunciada ola de ultraderecha no ha sido el tsunami que algunos auguraban: no lo consiguieron en Austria, tampoco en Holanda, y finalmente no lo han conseguido en Francia. En cuanto a Alemania, el último congreso de AfD ha dado el triunfo a la línea más dura, pero parece que este endurecimiento va paralelo a una pérdida paulatina de apoyo social, lo que hace esperable que ya no consigan ser opción de gobierno.

Francia era donde parecían tener más opciones: el Frente Nacional es un partido ya de larga trayectoria, ha conseguido modernizarse y renovar su imagen al pasar el poder de Jean-Marie Le Pen a su hija Marine, presume de ser “el primer partido obrero de Francia” (lo que es cierto y lamentable) y desde su renovación la trayectoria ha sido claramente hacia arriba. Pero hay una clave importante que nunca se toma en cuenta lo suficiente: el sistema electoral francés hace imposible que el FN pueda llegar alguna vez a conseguirlo. Al haber dos vueltas, quede como quede este partido tras la primera, en la segunda entra en acción lo que se conoce como “frente republicano”, y el electorado del resto de partidos se une para aplastarlo. Ocurrió en 2002 cuando la cosa estuvo entre Le Pen padre y Chirac, y ha ocurrido este mes con Le Pen hija y Macron.

Así, aunque han tenido sus momentos en el último cuarto de siglo (Austria, Italia), a día de hoy no parece que la vía electoral vaya a servir a estos partidos para alcanzar el poder en los países de nuestro entorno. En España lo tienen todavía más difícil, por los tres clásicos motivos: 1) aquí la extrema derecha se encuentra atomizada en un rosario de partidillos minúsculos; 2) el movimiento carece de un líder carismático que lo pueda aglutinar; y 3) el arco electoral del Partido Popular es extremadamente amplio, quitándoles mucho de su terreno natural, lo que les impide subir en votos. A ellos habría que sumar que aquí los cuarenta años del franquismo siguen estando muy presentes (no solo en las calles; que por cierto, a ver si las cambian ya de una vez), y pesan a la hora de captar nuevos adeptos.

Pero a menudo olvidamos lo fundamental: más allá del riesgo que suponen por sí mismas estas formaciones, escaso de momento, está el que propician “por inducción”. El miedo a la llegada al poder de formaciones ultraderechistas se convierte en la excusa perfecta para que otros partidos de derecha, o los que se autodenominan “de centro”, endurezcan su lenguaje y sobre todo sus políticas de inmigración, de seguridad o económicas, haciéndolas mucho más restrictivas, egoístas e insolidarias. Y hablemos claro: argumentos como “éstos vienen aquí a quitarnos no-sé-qué”, “si les pegan con la porra es porque algo habrán hecho”, “a ver si aquí cualquiera va a poder decir lo que le venga en gana” o “los españoles, primero”, son un ejemplo de malhomía (valga la expresión, por oposición a “bonhomía”).

 

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