Sensibilidad, ¿nueva o antigua?



EDITORIAL. Junio 2018.

La situación vital de crisis en la que estamos sumergidos, y consecuentemente el momento de ruptura de creencias y supuestos culturales en los que fuimos formados, se caracteriza por cuatro fenómenos que nos impactan directamente: 1) hay un cambio veloz en el mundo, motorizado por la revolución tecnológica, que está chocando con las estructuras establecidas y con los hábitos de vida de las sociedades y los individuos; 2) ese desfase entre la aceleración tecnológica y la lentitud de adaptación social al cambio está generando crisis progresivas en todos los campos y no hay por qué suponer que va a detenerse, sino, inversamente, tenderá a incrementarse; 3) lo inesperado de los acontecimientos impide prever qué dirección tomarán los hechos, las personas que nos rodean y, en definitiva, nuestra propia vida. En realidad no es el cambio mismo lo que nos preocupa, sino la imprevisión emergente de tal cambio; y 4) muchas de las cosas que pensábamos y creíamos ya no nos sirven, pero tampoco están a la vista soluciones que provengan de una sociedad, unas instituciones y unos individuos que padecen el mismo mal. Por una parte, necesitamos referencias, pero por otra las referencias tradicionales nos resultan asfixiantes y obsoletas.

En esta zona del planeta se supone, ingenuamente, que la civilización va en una dirección de crecimiento previsible y dentro de un modelo económico y social ya establecido. Desde luego que esta forma de ver las cosas se acerca más a un estado de ánimo, a una manifestación de deseos, que a una posición justificada por los hechos, porque a poco que se examine lo que está ocurriendo se llega a la conclusión de que el mundo está marchando hacia una inestabilidad creciente. Tener la mirada puesta exclusivamente en un tipo de Estado, un tipo de Administración o un tipo de economía para interpretar el devenir de los acontecimientos muestra cortedad intelectual y delata la base de creencias que hemos incorporado en nuestra formación cultural.

Por una parte, advertimos que el paisaje social e histórico en que estamos viviendo ha cambiado violentamente respecto al paisaje en que vivíamos hace muy pocos años; y por otra parte, los instrumentos de análisis que utilizamos todavía para interpretar estas situaciones nuevas pertenecen al viejo paisaje. Pero las dificultades son mayores aún porque también contamos con una sensibilidad que se formó en otra época, y esta sensibilidad no cambia al ritmo de los acontecimientos. Seguramente por esto, en todas partes del mundo, se está produciendo un alejamiento entre quienes detentan el poder económico, político, artístico, etc., y las nuevas generaciones que sienten de un modo distinto la función que deben cumplir las instituciones y los líderes.

A las nuevas generaciones no les interesa como tema central el modelo económico o social que discuten todos los días los formadores de opinión, sino que esperan que las instituciones y los líderes no sean una carga más que se agregue a este mundo complicado. Por un lado esperan una nueva alternativa porque los modelos existentes les parecen agotados, y por otra parte no están dispuestas a seguir planteamientos y liderazgos que no coincidan con su sensibilidad. Esto, para muchos, es considerado como una irresponsabilidad de los más jóvenes; pero no se está hablando de responsabilidades, sino de un tipo de sensibilidad que debe ser tenido seriamente en cuenta. Y éste no es un problema que se solucione con sondeos de opinión o con encuestas para saber de qué nueva manera se puede manipular a la sociedad: éste es un problema de apreciación global sobre el significado del ser humano concreto, que hasta ahora ha sido convocado en teoría y traicionado en la práctica.

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