Humor. La ‘bibliorexia’, un mal nacional



PGARCÍA. Mayo 2018.

Invento el término “bibliorexia”, derivándolo de “biblion” (en griego, “libro”), y de “anorexia” (en griego, “inapetencia”), por resonancias que ayudan a su comprensión intuitiva.

La anorexia define una desgana patológica. En Medicina y Psicología, la anorexia se refiere a un trastorno frecuente en mujeres jóvenes, caracterizado por una significativa pérdida de peso a causa de una alimentación insuficiente y falta de conciencia de delgadez en el enfermo. Pues con bibliorexia me refiero a la lectura escasa o nula de libros.

La bibliorexia no debe ser confundida con la bibliofobia, otro vocablo de mi invención, que señala el horror a las obras escritas. El bibliófobo sale huyendo en cuanto ve un libro, y no digamos una librería. Lo rechaza nada más verlo, lo teme más que el gato al agua, y se rige por aquel adagio decimonónico de “las novelas, mejor no verlas”. El biblioréxico en cambio, no rehúye los libros abiertamente (ni los establecimientos que los expenden), pero reduce su consumo a extremos de uno al año, o menos todavía.

La bibliorexia está muy extendida en nuestro país. A diferencia de la anorexia, más corriente en la población femenina joven, la bibliorexia afecta a varones y hembras, jóvenes y viejos, políticos y ciudadanos corrientes, a gentes de los medios audio y visuales de comunicación, y a los consiguientes receptores de sus mensajes. Los que no la padecen pueden contarse con los dedos de una mano. Y aún sobran dedos. 

La consecuencia de la bibliorexia es la delgadez intelectual extrema. Oyes hablar a un biblioréxico o una biblioréxica, te percatas de lo raquítico de su vocabulario, lo escuchimizada que está su capacidad de raciocinio, y es que se te cae el alma a los pies.

El biblioréxico, como la anoréxica, no tiene conciencia de lo escurrido de su intelecto. Así como la anoréxica solo se fija en lo bien que le cae la ropa, los biblioréxicos solo tienen conciencia en lo bien que les cae el iPhone o el WhatsApp. Como la pobreza expresiva impregna nuestra sociedad, no son conscientes de la suya; y como a la hora de citar un autor, una obra, un asunto histórico, filosófico o científico, les basta pasar el índice por la pantalla y dar un vistazo a la Wikipedia para salir del paso, no necesitan más.

Lo malo de las delgadeces extremas es la pérdida de fuerza. Al flacucho, cualquier tipo de peso normal lo zarandea y se lo lleva por delante; al de intelecto esmirriado, cualquier vivales le vende la burra.

En definitiva, lo que recomiendo a los lectores es un régimen básicamente bibliofágico (de “phagia”, “cualidad de comer” en griego). El sobrepeso, y aun la obesidad de entendederas, lejos de ser insalubre o antiestético, resulta todo lo contrario.

Si todos fuéramos obesos de cacumen, otro gallo nos estaría cantando desde hace tiempo.

 

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