Del distrito de Salamanca al exilio

CARLOS RODRÍGUEZ EGUÍA. Febrero 2017.

Un escritor poco conocido de la Generación del 27 es Juan José Domenchina (Madrid, 18 de mayo de 1898 – México, 27 de octubre de 1959). Hijo de  ingeniero de caminos, vive en el número 48 de la calle Serrano. Huérfano de padre a los nueve años, a esa edad escribe los primeros versos. Estudia Magisterio y colabora en periódicos. Con las críticas literarias, firmadas con el seudónimo “Gerardo Rivera”, se gana enemistades, que contribuyen a que su nombre no figure en la nómina de poetas de la Generación del 27. Conoce en 1921 a Manuel Azaña (1880–1940), director entonces de la revista literaria La Pluma, en la que colabora. Es secretario de Azaña, a quien acompaña en 1939 al exilio en Francia, desde donde pasa a México con Ernestina de Champourcin, con la que había contraído matrimonio civil en 1936.

En su poesía se pueden distinguir dos etapas. La primera, hasta 1939, comienza con Del poema eterno (1917). De los poemarios posteriores, destaca La corporeidad de lo abstracto (1929), donde con un lenguaje complicado reflexiona sobre la soledad del hombre y su lucha. Dédalo (1932) es un poemario modernista de tendencia vanguardista, un tanto surrealista y a la vez barroco. En 1934 reúne sus poemas en   Poesías completas. Termina con Poesías escogidas (México, 1940).

La segunda etapa corresponde al exilio en México. Escribe una poesía existencial y dolorida por la ausencia de España, a la que el Gobierno español le impide regresar. Utiliza un lenguaje sobrio, sin los rebuscamientos de su etapa anterior. Publica en México: Destierro (1942), Pasión de sombras (1944), Tres elegías jubilares (1946) y El extrañado (1958), donde escribe: “Desde comienzos de 1939 hasta ahora, no he tenido, como ánima apenas vegetante, que se nutre solo de rememoraciones, otra compañía que mi soledad de España”. La obra se edita en España, en la colección Adonáis, con el título de El extrañado y otros poemas (1969) y prólogo de Gerardo Diego, que considera los sonetos lo mejor de su poesía. Es autor de dos novelas: la corta El hábito (1920) y la vanguardista La túnica de Neso (1929).

Enterrado en el cementerio de los exiliados españoles en México, ¿qué fue del tierno ciprés de Castilla que quiso plantar la esposa junto a la tumba? A él se refiere Ernestina en Cartas cerradas (1968): “Y te quise traer un ciprés de Castilla / que hundiera sus raíces hasta tocar tus huesos: / Castilla que cantaste y amaste con locura / cuando faltó a tus pies su barbecho fecundo/…”.

Como final de este bosquejo de un complejo escritor, sirvan unos versos que muestran al ser humano desterrado, que en los últimos momentos de su vida recobra la confianza y la esperanza: “No me pueden quitar la primavera / en que mi juventud  ha florecido / ni el otoño o sazón en que me muera”.

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