Formación universitaria

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ROBERTO BLANCO TOMÁS

Acabamos de asistir a la enésima reforma universitaria realizada por un Gobierno español. Reforma que, como las anteriores, ha suscitado buen número de críticas entre el alumnado y el profesorado. Qué raro, ¿verdad?

Seguramente esto es así porque se ha hecho como siempre: partiendo de un sistema que ya estaba mal diseñado, los políticos planifican sus reformas y lo hacen sin escuchar la opinión de usuarios (los alumnos) y profesionales (los profesores). Luego, una vez preparada la cosa, se anuncia, se intenta “vender” con argumentos que no convencen ni a un niño pequeño, se aguanta el “chaparrón” en forma de movilizaciones y, a la larga, se hace “tragar”, si acaso con mínimos cambios. Así funciona la política en nuestro país.

En este caso, el meollo de la reforma es la “flexibilización” de las carreras universitarias. Hasta ahora los alumnos cursaban cuatro años de carrera y uno de máster. Con este plan, muchas carreras podrán ser de tres años, lo que se “vende” como un ahorro para las familias. Pero con esta nueva opción, los alumnos que quieran sacarse la especialidad tendrán que hacer dos años de máster, y un máster cuesta el doble que una carrera. Y esto hace que, así a priori, identifiquemos la reforma con lo de siempre: la pretensión clásica de la derecha española de que solo estudie quien tenga dinero, o que quien tenga dinero pueda estar mejor cualificado que quien no lo tenga.
Entiéndanme bien: no estoy intentando defender el “mito universitario” (léase: “para que tu hijo triunfe en la vida tiene que tener por narices una carrera”). Estudié mi carrera en los noventa, y pude ver los efectos de este mito: universidades saturadas, con muchos chavales estudiando carreras casi por estudiarlas, sin interesarles demasiado las titulaciones que habían escogido. Durante años se había realizado una labor de destrucción de la Formación Profesional, extendiendo la idea, equivocada y dañina, de que si el niño era “listo” tenía que ir a BUP y luego a la universidad, y si era “tonto”, a FP. Y eso que la Formación Profesional estaba muy bien para las profesiones que estaba pensada, y en muchos casos era una gran desconocida.

Si tengo que aventurar un diagnóstico, diré que una deficiente orientación a los chavales en las fases más tempranas de la enseñanza tuvo como consecuencia en mi época el desprestigio y destrucción de la FP, la superpoblación universitaria y el exceso de titulados, que luego resultó un problema porque no había dónde meterlos. Y ninguna reforma —siempre que el objetivo sea mejorar algo, y no simplemente segregar clases sociales, como parece ser el de la que nos ocupa— conseguirá arreglar nada si no se ataja el problema de raíz: cuando el niño o la niña comienza a plantearse a qué le gustaría dedicarse. Porque lo que sí defiendo es que nuestros jóvenes ciudadanos deben ser libres de elegir la profesión y estudios que deseen, sin que la cuestión económica nos haga perdernos a un excelente físico, ni la de un mal entendido “prestigio social” nos frustre a un mecánico virtuoso. Es una decisión que ellos mismos deben tomar, y tienen que tener mecanismos y becas que se lo permitan.

Así que ese es mi consejo: al Ministerio, antes de tocar nada, escuchar a los interesados —profesores y alumnos— y asegurarse de que existan las condiciones para que los jóvenes, de forma real y desde bien pronto, puedan saber qué es lo que quieren hacer y tengan la posibilidad de hacerlo con becas, prácticas y apoyos. Y a los chavales, algo más sencillo: a día de hoy, aquí hay paro para todos, y ninguna formación por sí sola te libra de esto. Por eso, no pienses qué tiene más “salidas”: piensa qué es lo que realmente te apetece aprender y lánzate a por ello. Si luego consigues convertirlo en tu trabajo, bien por ti; y si no, eso que has ganado para tu desarrollo personal, y ahí lo tienes para cuando te sea posible ponerlo en práctica. Porque estoy seguro de que, si realmente quieres hacer algo y echas el resto, al final lo conseguirás.

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