El horror

Foto: Fernando Estrada. (Pressenza)

ROBERTO BLANCO TOMÁS. Septiembre 2017.

Cuando no ha pasado aún medio mes de lo sucedido en las Ramblas de Barcelona, tengo dudas sobre si seré capaz de aportar algo nuevo, y no más de lo mismo. Por un lado, creo que ha sido algo tan horroroso y gratuito que cualquier persona mentalmente sana coincidirá en la unánime repulsa de los atentados; y por otro, se han dicho y escrito ya tantas cosas que poco más se puede añadir. En cualquier caso, voy a intentarlo…

Comenzaré diciendo que mi sensación, aún hoy, es de estupor. Estupor y horror de contemplar lo sencillo e impredecible de este tipo de acciones: un fanático con una furgoneta alquilada bastan para realizar una masacre. Estupor e incredulidad al comprobar la deriva de nuestra sociedad, en la que la primera reacción de algunos, en lugar de intentar ayudar, es sacar el móvil y ponerse a grabar el “espectáculo” dantesco que tienen delante. Estupor ante el circo mediático montado por muchos medios y sus programaciones especiales, que con su afán de cobertura constante de unos hechos que por su propia naturaleza generan mucha información en la primera media hora y luego se convierten en un “cuentagotas”, rellenaron espacio repitiendo constantemente lo mismo, dando pábulo a todo rumor que surgiese y sentando ante las cámaras a “expertos” y todólogos que especulaban sin cesar sobre lo que supuestamente había ocurrido.

Pero otras cosas no me causaron tanto estupor… Toda ideología (incluyendo como tales a las religiones) es susceptible de engendrar fanáticos, gente convencida de que su concepción del mundo es la única correcta y que toda persona que la cuestione, aunque sea tímidamente, no merece vivir. Y los hechos vienen a demostrar nuevamente que las personas fanáticas son peligrosas, incluso cuando demuestran no ser demasiado hábiles como terroristas (pues la masacre pudo ser mayor si no les llegan a reventar en las narices los explosivos que estaban preparando o si llegan a irrumpir en las Ramblas tres horas más tarde). Tampoco me sorprendió, y es terrible, comprobar que un tipo mayor puede lavar el cerebro a unos niños (porque eran poco más que eso) y conseguir que lleven a cabo algo así (aunque cualquier niño no entra en este juego). Cuidado con esto.

Tampoco me causaron estupor, por tristemente esperados, dos fenómenos lamentables. El primero de ellos es la ola de comentarios racistas, avivada con entusiasmo desde entornos ultraderechistas, que ha azotado las redes sociales y las conversaciones a pie de calle. Oleada que ha vuelto a evidenciar que nuestra sociedad aún necesita “hacer los deberes” en este tema. El segundo ha sido los intentos de utilizar lo ocurrido desde distintos sectores (y aquí insistiré: de uno y otro lado) como argumento político para “lo suyo”.

Pero afortunadamente tampoco me han sorprendido gestos y acciones que me hacen seguir pensando que, al nivel de la calle, tampoco lo tenemos tan mal: toda la gente que intentaba desde el minuto cero echar una mano, ya sea acercando bebidas y alimentos u ofreciendo su casa a las personas que no podían volver a la suya; todo el cariño, solidaridad y apoyo demostrado por personas de toda Cataluña, toda España y todo el mundo; gestos llenos de significado como el de los padres de un niño de tres años asesinado en las Ramblas abrazándose al imán suplente de Rubí, que no podía dejar de llorar, mostrando que todos estamos juntos en esto…

Poco más puedo decir: solo que creo que la solución no es dejar de salir a la calle, ni que nos recorten derechos. Esto solo lo superaremos juntos, haciendo nuestra vida normal, e intentando día a día derribar las barreras que puedan separarnos, comprendiéndonos mejor, ayudándonos y cuidándonos mutuamente.

 

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