Dedicatoria del gol



P.GARCÍA. Diciembre 2017.

Dentro de mi actitud crítica ante el fútbol, quiero ocuparme de lo que se me antoja lo más vistoso de esta cosa que llaman el “deporte rey”: la celebración de los goles por sus artífices.

Mientras la grada ruge, los integrantes del banquillo del club que ha marcado se ponen en pie alzando los brazos con los puños apretados en muestra de exultante entusiasmo, y se producen fenómenos de exaltación similares por parte de los seguidores que lo han contemplado por el televisor en casa o en el bar. El héroe corre por el campo con expresión de felicidad inefable, sus compañeros le persiguen hasta darle alcance. Entonces le abrazan, le frotan la cabeza, lo besan, lo derriban y se precipitan todos encima formando una masa de cuerpos que amenaza con asfixiarle, en el paroxismo de la felicitación y la alegría compartida. Pero antes de ser alcanzado, el protagonista ha tenido tiempo para llevar a cabo una acción singular, la dedicatoria de su gol.

Esto de dedicar tiene su trascendencia. En los toros, el matarife revestido con alamares y caireles brinda con la montera hacia alguien en particular (o a todo el público en general), dedicándole la ejecución, con un gesto amplio y global; en la radio, antaño, la gente dedicaba la emisión de discos determinados; en los grandes almacenes, los autores dedican sus libros a los compradores de los mismos. En el fútbol, el goleador no se queda atrás.

Lo singular en el fútbol es que el campo es rectángulo y no un ruedo, con lo cual la dedicatoria a todo el mundo pierde gracia. Por otra parte, como el realizador del tanto no tiene un micro para hablar, y además le persiguen sus colegas, en plena carrera se las ha de arreglar como puede.

Hay jugadores astutos, que llevan una segunda camiseta, con una inscripción especial, que equivale a las líneas que el novelista pone en la página tres de su libro en las grandes superficies: se levanta la camiseta reglamentaria y muestra al público (y a las cámaras) el texto de la segunda. Otros sacan un chupón y se lo colocan entre los labios. Está claro, están dedicando su tanto a algún infante descendiente suyo que habrá nacido poco tiempo atrás, heredero de tan importante código genético. Similar destino tiene otra acción mímica mientras se corre: el artista junta las manos, ahueca los brazos y los mueve como si estuviese acunando a una criatura. Hay delanteros exitosos que mientras corren se besan parte del puño izquierdo cerrado: está claro que besan el anillo nupcial y están dedicando su hazaña a su media naranja. Otros se posan los labios en el escudo del club en la camiseta, es decir, que brindan el logro a su entidad deportiva en pleno. Hay quien eleva los ojos con las manos juntas hacia lo alto, lo que debe interpretarse como un acto de gratitud al Todopoderoso, y la oferta del gol (como antaño se hacía en el altar con el inocente cordero) como teórico sacrificio al Creador. Y hay quien, mientras se deja capturar por los enfervorizados compañeros, cae de rodillas y compone un gesto con un brazo recogido y el otro extendido como un lanzador de flechas, que es una ególatra dedicatoria a sí mismo, como diciendo: “Yo soy el arquero de mejor puntería”.

Esto de las dedicatorias de los goles es asunto de gran importancia. Por una parte se está haciendo necesaria una clasificación iconográfica, como de específico código de señales, para que se enteren los espectadores casuales, no iniciados en estas sutilezas. Y por otra, la limitación reglamentaria de dedicatorias. Porque si no, los futbolistas, preocupados por inventar una dedicatoria nueva que haga furor entre la parroquia van a desatender su principal preocupación, que es la de golear.

Debemos tener presente que un mundo sin goles puede ser más catastrófico que el que se avecina con el deshielo de los casquetes polares, la alteración de la corriente del Golfo y la desaparición del krill de los océanos. Dedicar los goles, sí, pero dentro de un orden.



 

 

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